Quizás la respuesta a todas estas preguntas resida originalmente en la creencia íntima de los médicos en el valor de los enfoques farmacológicos sobre los no farmacológicos, y a que estos últimos apenas estén presentes en los estudios universitarios de grado. La persona con diabetes que asume el papel principal en su tratamiento puede entender lo que es clave para lograr sus objetivos terapéuticos, pero aún así mostrarse reticente a lo que me gusta llamar la «vieja escuela» de atención médica, donde el paciente está acostumbrado a que el médico le dicte los objetivos y el paciente obedezca sin hacer preguntas. Esta visión suele ir acompañada de una cómoda distribución de las tareas en las que el terapeuta se responsabiliza de los éxitos y los fracasos del paciente.
Hoy en día, cuando todo se rige mediante un protocolo y la evidencia terapéutica se revisa regularmente y se difunde ampliamente, suponemos que la diferencia entre el éxito y el fracaso puede residir en no ignorar el hecho de que la diabetes se encuentra en un individuo, una persona que tendrá que vivir con ella, por ahora, de por vida y cuyo destino a partir de ese momento estará estrechamente vinculado a su grado de aceptación y capacidad para vivir de manera óptima con la enfermedad. Los mitos, los temores y las ideas preconcebidas suelen ser el umbral que se debe superar antes de adoptar un tratamiento. En el camino hacia el logro de los objetivos de un buen control diabético, hay un primer paso inevitable: la motivación. Podemos prescribir farmacoterapia de vanguardia, los mejores planes alimenticios y programas de actividad física, “inundar” al paciente con folletos, sermones y consejos, pero si el receptor de nuestros esfuerzos no está lo suficientemente alentado, estamos condenados al fracaso.
En este contexto, la educación en grupo emerge como una valiosa herramienta terapéutica.
Aprendiendo juntos a vivir con diabetes
Ha llegado agosto. Paulina y Camila son dos amigas de 8 años de una pequeña ciudad en la provincia de Córdoba (Argentina). Van a volver a reunirse con los pequeños Ana, Valentina y Marcos, de la misma edad, pero procedentes de lugares lejanos de todo el país. Lo mismo que el año pasado. Es probable que también se reúnan con este otro chico, el que no se inyecta insulina a pesar de las súplicas desesperadas de su madre, pero que se atrevió a hacerlo por primera vez durante aquella comida, bajo la supervisión de esa doctora tan amable, que iba vestida como todos los demás, sin su bata blanca.
Diego, que tiene 16 años, descubrió que tenía diabetes tipo 1 hace dos semanas. Nunca habría imaginado que la diabetes le daría la oportunidad de hacer amigos que le entienden más que nadie y de cambiar sus temores por conocimiento, y que le infundiría esperanza al conocer a tantas personas que tienen diabetes y una vida larga y plena, como Eduardo, de 89 años, y Lilia, de 86 años, quienes creen que todavía tienen cosas que aprender, además de tener la excusa perfecta para alejarse de la rutina durante un fin de semana.
En el caso de Jorge, Nicolás y Cecilia, quienes resultaron tener diabetes tipo 1 en su adolescencia, la edad adulta les encontró ayudando a sus compañeros como profesores de educación física. Judit y Andrea, madres de niños con diabetes, han decidido expresar su agradecimiento por lo que han recibido al convertirse en otro eslabón de la cadena de apoyo emocional para aquellas familias que se están iniciando en el difícil arte de la positividad.
Alba, Teresa y Susana, quienes están «en sus sesenta», están tan entusiasmadas con el almacenamiento de su metformina y sus contenedores de insulina en sus bolsas como lo estarían preparando su vestuario para la fiesta del sábado por la noche.
Federico, quien siente que ha aprendido tanto como un niño pequeño, tendrá el honor de usar su chaleco de coordinador de grupo por primera vez.
Carlos, Marcela, Zulema y Lidia, entre otros casi veinte más, han dejado sus batas blancas en sus consultorios médicos, pero no su vocación y espíritu de solidaridad, y están cumpliendo con su compromiso de honor.
El desarrollo de actividades educativas grupales dentro de un marco relajado, con la posibilidad de interactuar con otras personas que lidian con las mismas experiencias, es una tarea con la que la Federación Argentina de Diabetes (FAD) se ha comprometido en Argentina desde su creación, hace 45 años. La FAD es una ONG formada por asociaciones de pacientes y respaldada por un comité científico compuesto por un equipo multidisciplinar de profesionales sanitarios.