Cody era mi perro de servicio médico de alerta hipoglucémica, más conocido como perro de alerta diabética o «DAD», por sus siglas en inglés. Nos emparejaron en 2006 y él mejoró cada día de mi vida durante doce años. Entrenado para usar su notable sentido canino del olfato para detectar y alertarme sobre mis cambios glucémicos, él detectó regularmente mis subidas y bajadas de glucemia, potencialmente peligrosas, antes de la aparición de síntomas y de las alarmas de mi MCG.
Aunque a veces me irritaba que mi equipo médico o mi familia me pidieran que revisara mis niveles glucémicos, siempre era emocionante cuando Cody me instaba a hacerlo.
Sin embargo, hubo otro cambio, algo de lo que no me di cuenta al principio. Además de estar excelentemente entrenado, Cody era una hermoso Golden Retriever de pura raza, con un pelaje sedoso y una sonrisa con hoyuelos. Gracias al certificado anual de acceso público seguro de la organización sin anímo de lucro Early Alert Canines (EAC) en Concord, California (EEUU), podía acompañarme a todas partes con su chaleco de servicio granate, mostrando los modales perfectos que se requieren de un perro de servicio, ya estuviéramos visitando la tienda del barrio, asistiendo a una actuación en vivo o llevando a los niños a la escuela.
Nunca dijo ni pío cuando estábamos en lugares públicos a los que normalmente no tenían acceso los perros, plegando obedientemente sus treinta y siete kilos bajo una mesa, un escritorio o una silla, pero cuando estábamos en movimiento la gente me paraba constantemente para preguntar por él. Querían acariciarle, o hablarme sobre un Golden que habían tenido, o preguntarme sobre las cosas que hacía. Me habían entrenado para estos encuentros; parte de tener un perro de servicio es ser su embajador. Sabía que beneficiaba a EAC cuando respondía a las preguntas de manera cálida y honesta y supuse que también beneficiaba a Cody; le encantaba la atención, y los intercambios breves y variados mantenían sus habilidades sociales al día. De lo que no me di cuenta hasta más tarde fue de lo mucho que también me beneficiaban esos intercambios.
Tuvimos que despedirnos de Cody el verano pasado (los Goldens tienen una esperanza de vida de trece años y la vejez le alcanzó justo a tiempo), pero para entonces me había dado más regalos de los que puedo contar. Uno de ellos fue el alterar la forma en la que hablaba sobre diabetes con otras personas, o el mero hecho de que lo hiciera. Esos encuentros aleatorios con extraños cambiaron profundamente mi relación con la enfermedad. No podía explicar lo que hacía Cody sin explicar cómo me ayudaba, así que de repente me encontré hablando de DT1 varias veces al día. Por lo general, éstas eran conversaciones optimistas sobre cómo los perros son milagrosos e inevitablemente terminaban con sonrisas y comentarios sobre lo afortunada que era al tenerle. Una niña pequeña, absolutamente enamorada de él a los tres minutos de conocerle, incluso le preguntó a su mamá si también podía tener diabetes. No le desearía DT1 a mi peor enemigo, pero entendí su sentimiento. Tenía suerte de tener a Cody.
Más afortunada, incluso, de lo que era consciente en el momento.